Coronavirus y congelamiento del pensamiento crítico

La «malvinización» de la lucha contra la pandemia

Los peligros de la nestorización de Alberto Fernández

Alberto Fernández le empieza a tomar el gustito a la imitación de algunos gestos políticos de Néstor Kirchner, que tanto rédito le trajeron a su mentor. Aquel presidente de 2003, que timoneaba en la emergencia económica, se enojaba y fabricaba enemigos. En semejante estado de excepcionalidad, ¿quién iba a poner la lupa sobre las licitaciones, la entretela de la obra pública o la composición de los organismos de control? Por fin habíamos encontrado a un líder que estaba reconstruyendo la autoridad del Estado y que nos estaba sacando, pasito a paso, desde el fondo del infierno. Néstor fue exitoso en mostrarse como un locutor del Estado nacional. Cuando se enojaba, interpretaba el enojo de todos por las zozobras de 2001. Es un enojo parecido al que hoy muestra Alberto con la fabricación de nuevos enemigos, esta vez en otro tipo de emergencia. Ahora la culpa es de los empresarios «imbéciles» y de los «idiotas» que violan la cuarentena. En una palabra, los que nos ponen en riesgo. Alberto interpreta nuestro miedo a contagiarnos y morir.

Aquel estado de emergencia económica nos anestesió. El foco estaba en sobrevivir, igual que ahora. Es por eso que, durante los primeros años del gobierno de Néstor Kirchner, casi no hubo denuncias sobre irregularidades en la gestión, mientras el santacruceño tejía la trama de corrupción más perfecta, desde lo más alto del poder político y ante los ojos de todos. Tuvieron que pasar, sin embargo, varios años hasta que pudiéramos verlo. Solo algunas voces solitarias, como la de Lilita Carrió, prendían algunas alarmas que enseguida se desactivaban. A Carrió la tildaban de «envidiosa» porque el exitoso kirchnerismo se había llevado parte de su electorado.

El contacto directo con la gente -ahora, aggiornado, y por Twitter- es otra faceta nestoriana que Fernández ensaya con frecuencia y que acentuó durante la pandemia. La emergencia parece haber suspendido las preguntas y congelado el pensamiento crítico: el miedo, disciplina y los estados de excepcionalidad promueven la autocensura. Por caso, la crisis sanitaria legitimó la suspensión (se supone que temporaria) de las conferencias de prensa, en un momento de máxima incertidumbre donde los interrogantes -y la transparencia- se vuelven esenciales. ¿Cómo se está reconfigurando el sistema de salud pública, mientras se espera del pico más severo del virus? ¿Cómo se están haciendo las compras del Estado? ¿Quién las controla? ¿Dónde está la vicepresidenta?

Nada mejor que el caos y el miedo para la construcción de legitimidad política y el ejercicio de un poder sin controles. De hecho, los asesores más cercanos del Presidente se entusiasman con las encuestas que muestran el aumento de su popularidad, tal como sucedía con el santacruceño en 2003. El pánico es tierra fértil para el florecimiento de los autoritarismos y los personalismos, una tentación en la que Alberto Fernández -justo es decirlo- por ahora no ha caído, salvo algunos deslices de autobombo: «Somos un caso único en el mundo», se autoelogió, en la última cadena nacional, por la declaración temprana de la cuarentena.

Alberto pidió solidaridad a aquellos que llevan «una vida más placentera» para enfrentar, primero la crisis económica, y ahora la pandemia. Sin embargo, paradójicamente, en ese grupo no incluyó a la dirigencia política, como sí lo hizo su colega «neoliberal» Lacalle Pou. Parece que algunas vidas placenteras son más legítimas que otras. El gesto -que captó rápidamente Sergio Massa- sería más simbólico que otra cosa: un guiño a la clase media que vive al día y a amplios sectores de la sociedad que acumulan desconfianza y resentimiento frente a los privilegios de la dirigencia política. En la cuarentena obligatoria, la grieta es hoy entre los que tienen un salario asegurado, aunque no vayan a trabajar, y aquellos que, privados de su actividad diaria, navegan en la incertidumbre.

Los filósofos ya escriben ensayos sobre cómo será el mundo post coronavirus. El escritor israelí Yuval Noah Harari viene alertando sobre los peligros de las tecnologías de la vigilancia sobre la población, a propósito de la pandemia. «Las decisiones que la gente y los gobiernos tomen en las próximas semanas probablemente darán forma al mundo en los años venideros. Muchas medidas de emergencia a corto plazo se convertirán en una constante de nuestras vidas. Esa es la naturaleza de las emergencias», escribió. Algunos intelectuales auguran el fin -o la reformulación- del capitalismo; otros, su fortalecimiento. Hoy en la Argentina, ya casi nadie se horroriza con la palabra «emitir» para inyectar liquidez en el mercado, aún a riesgo de generar mayor inflación. Claro, la emergencia lo justifica. ¿A quién se le puede ocurrir ponerse quisquilloso con la ortodoxia fiscal, en medio de una guerra? Alberto Fernández y sus economistas de referencia parecen sentirse cómodos en el corrimiento de esos límites. Especulan con que el virus podría matar, de paso, al «neoliberalismo».

Algunos periodistas, como Luis Majul y Norma Morandini, encendieron una alarma temprana ante otro peligro latente: la «malvinización» de la lucha contra la pandemia. En una palabra, la construcción de una épica nacional en torno a un enemigo común. «Estamos ante una guerra contra un ejército invisible, que nos ataca en lugares donde a veces no esperamos», sentenció el Presidente, en un déjà vu bélico. La del ’82 era una guerra convencional. El escenario actual es distinto, aunque la tentación de su uso político podría ser semejante. Una pulsión que siempre permanecerá agazapada, latente, en una sociedad formateada bajo el sentido común populista.

 

Fuente: La Nación

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