José Antonio Coderch: el arquitecto que eligió escuchar antes que imponer

En pleno auge de los dogmas modernos del siglo XX, José Antonio Coderch se apartó de la corriente dominante. Mientras Le Corbusier y otros referentes proponían fórmulas universales aplicables en cualquier latitud, el catalán defendía que la arquitectura debía partir del lugar, del clima y de las personas. Su célebre afirmación lo resume: “El arquitecto debe adaptarse a la manera de vivir, no enseñarle a vivir”.

La reciente película Casa en llamas, de Dani de la Orden, que tiene como escenario la Casa Rovira en Canet de Mar, devolvió a Coderch al centro de la conversación cultural. Pero más allá del cine, su obra representa una mirada profundamente mediterránea que cuestionó los moldes de la modernidad internacional. Sus casas se plegaban al terreno, se orientaban al mar y se protegían del sol con muros encalados, patios y persianas de lamas, incorporando la brisa y la vegetación como parte del diseño.

Su método de trabajo partía de la observación: dibujaba los pinos de una parcela, estudiaba la luz en cada estación, escuchaba a las familias que habitarían el espacio. De allí surgían distribuciones moduladas en “cajitas” que respondían a necesidades concretas: dormitorios desplazados para ganar vistas, muros ciegos para proteger la intimidad, porches generosos para expandir la vida al aire libre. Más que imponer, buscaba facilitar la vida cotidiana de quienes ocuparían sus casas.

Lejos de la obsesión por la originalidad, Coderch defendía el “autoplagio” como método de perfeccionamiento. Obras como la Casa Uriach dieron origen a la Rovira, y de allí surgieron otras reinterpretaciones que ajustaban cada detalle a un nuevo terreno o cliente. Esa insistencia convirtió elementos como las persianas de lamas, los ventanales continuos y las chimeneas estratégicamente ubicadas en sellos de identidad reconocibles como “estilo Coderch”.

Su legado abarca tanto viviendas unifamiliares en la Costa Brava como edificios emblemáticos, entre ellos el Hotel Gran Meliá de Mar en Mallorca (1964). Al final de su vida, regresó a Espolla, en el Empordà, donde recuperó la antigua casa familiar. Allí cerró el círculo vital con una obra que sintetizaba lo que siempre defendió: una arquitectura anclada en el territorio y en la vida real de las personas.

Coderch se mantuvo incómodo ante los grandes manifiestos de su época. Frente a la universalidad abstracta, propuso la radical sencillez de escuchar al lugar y a sus habitantes. Su lección, hoy más vigente que nunca, recuerda que la arquitectura se mide no por los dogmas que impone, sino por la vida que sabe albergar.

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