Ortega y Gasset sobre arquitectura: “Un edificio es un gesto social, no una obra del ego”
En su ensayo “Sobre el estilo en arquitectura”, José Ortega y Gasset plantea una tesis fundamental: la arquitectura no es un arte para el lucimiento individual, sino una expresión colectiva del espíritu de una época. Para el filósofo español, a diferencia de disciplinas como la pintura o la literatura, la arquitectura está destinada al uso común y debe reflejar la identidad compartida de una sociedad. Por eso, “si un arquitecto hace un proyecto que ostenta su estilo personal, no es un buen arquitecto”, afirmaba con convicción.
Ortega desarrolló estas ideas en 1951, durante el Coloquio de Darmstadt, en una Europa aún marcada por la posguerra y la necesidad de reconstrucción física y simbólica. Desde su visión, los edificios deben leerse como “gestos sociales”: expresan valores colectivos y configuran un paisaje compartido. El arquitecto, entonces, no debe imponer su ego ni diseñar caprichosamente, sino interpretar con excelencia la tradición cultural y estilística de su tiempo.
Esta postura contrasta con la deriva individualista que, según Ortega, caracteriza a gran parte de la arquitectura posterior a la Revolución Francesa. A partir de 1789, sostiene, Europa perdió su último estilo común: el rococó. Desde entonces, se impuso una diversidad estética sin unidad ni coherencia, fruto de las divisiones ideológicas y culturales que fragmentaron el continente. “Desde entonces no hemos vuelto a tener propiamente arquitectura, solo construcción”, señala el pensador, en una crítica al dominio de la técnica por sobre la expresión cultural.
En este contexto, Ortega introduce una analogía poderosa: el buen arquitecto es como el buen poeta, que no inventa un lenguaje nuevo cada vez que escribe, sino que crea dentro de una lengua compartida. Del mismo modo, el arquitecto debe proyectar dentro de un sistema común de formas, encontrando allí su libertad creativa. Solo así puede surgir un verdadero orden estético, como ocurre con la música dentro de una escala o la elegancia en la moda según normas sociales tácitas.
Lejos de rechazar el talento individual, Ortega subraya que la genialidad reside en cómo se usa lo común con maestría, no en su negación. Un edificio armonioso —y por ende valioso— debe integrarse a su entorno físico, histórico y cultural. Para el filósofo, esta es la única vía para lograr una arquitectura con alma, capaz de representar auténticamente a un pueblo y a su tiempo.
Hoy, cuando muchos debates urbanos giran en torno a la identidad de las ciudades y al impacto del urbanismo contemporáneo, las ideas de Ortega y Gasset resultan más vigentes que nunca: la arquitectura no puede ser solo firma o espectáculo, sino que debe responder al pacto silencioso de una comunidad que se reconoce en su paisaje construido.
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