Las muertes detrás de los grandes edificios porteños

El Colón, el Barolo, el Palacio del Congreso Nacional y otras menos conocidas son algunas de las obras emblemáticas que se cobraron la vida de arquitectos y promotores de manera misteriosa.

La mañana del 1° de junio de 1904, Vittorio Meano se miró al espejo. Afinó con sus dedos los extremos del bigote, revisó su traje, su chaleco, su camisa de cuello desmontable y peinó su pelo oscuro hacia atrás, en un gesto que le reveló unas profundas entradas. Pero esa incipiente calvicie no importa, su imagen es la de un profesional reconocido por la élite porteña, nada más y nada menos que el arquitecto del Teatro Colón y del Congreso Nacional. Un hombre serio, responsable, apasionado de su trabajo que ese día saldrá de su casa dos veces: una, para supervisar los trabajos en el Palacio de la calle Entre Ríos. Otra, inerte, sobre una camilla, envuelto entre los gritos de su familia y empleados.

Desde agosto de 1897 Meano llevó adelante todos los días una misma rutina, justo minutos antes de salir de su casa para caminar la cuadra y media que lo separaba de la obra del Congreso, el proyecto que diseñó y dirigió. Ese día de junio será el último en el que esquive a los más de 15 empleados de su casa-estudio de Rodríguez Peña 30, y le dará un beso corto en la mejilla a su mujer, Luisa Franchini.

Ella, Luisa, él Vittorio, a pesar de que ambos nacieron en Italia; pero mientras que el piamontés prefería que lo llamen por su nombre de bautismo, su mujer eligió dejar atrás el “Luigia” y adaptarse al idioma del país al que habían llegado en 1884.

Esa no sería la única diferencia en este matrimonio, pero eso lo sabían sólo unos íntimos y el personal doméstico. Fue uno de ellos el que llegó corriendo esa mañana otoñal hasta la construcción del Congreso para avisarle a su patrón que alguien conocido de ambos había entrado a la casa, con permiso de la señora. Un golpe de calor, tensión en los músculos de todo el cuerpo y el torrente sanguíneo fluyendo con locura hasta dejarle la cara bordó fueron las impresiones previas a una corrida furiosa hasta su casa. Vittorio no llegó a quitarse el pelo desordenado de la cara que se disiparon sus dudas: encontró a Luisa y a Carlo Passera (un ex empleado), juntos. La escena duró unos segundos, lo que tardan dos disparos en llegar al corazón.

El caos se extendió a todo el barrio. A paso ligero llegó Domingo Nogueira, el vigilante de la esquina, aturdido por los alaridos en gallego, italiano, español. Passera logró escaparse entre el tumulto, aunque el caso tuvo tanta relevancia que no tuvo opción más que entregarse poco después. El arquitecto de 44 años murió casi en el acto, poco después de gritar: “¡Me han muerto, que embalsamen mi cadáver!”, según testimonios al diario La Prensa.

Passera fue condenado por homicidio. Luisa fue acusada por cómplice pero nunca fue presa.

La historia de amor entre Vittorio y Luisa había comenzado en un momento tormentoso en la vida de ambos. Se conocieron mientras ella estaba casada con un hombre de reputación dudosa y Vittorio era ya un profesional talentoso de 24 años – uno menos que ella- y de una intensa actividad nocturna. La oportunidad de empezar una nueva vida en pareja se las dio su connacional, Francesco Tamburini, quien invitó a Meano a venir a la Argentina, en donde aquel arquitecto tenía encargos muy importantes, entre ellos, la ampliación de la Casa Rosada y el nuevo Teatro Colón.

Las detonaciones de las balas que mataron a Meano atronaron los cimientos del Congreso. Con su muerte, también quedó inconcluso el Teatro Colón, que ya había visto morir a Tamburini en 1891 y de manera sorpresiva. El completamiento de ambos edificios cayó sobre otro arquitecto pero la atmósfera de esas historias debe haber resonado, por caso, en el Palacio Legislativo con el asesinato en sus inmediaciones de Héctor Olivares y Miguel Yadón; y algo de ese crimen fatal, así como el del senador Enzo Bordabehere, están adheridos como capas de musgo a un edificio que no había nacido y ya había sido testigo de un crimen.

100 metros de curvas de hormigón sobre la Avenida de Mayo esconden una vida trágica, aunque a primera vista la imagen del Palacio Barolo refleja la sólida belleza de las primeras décadas del siglo XX.

Su promotor era Luis Barolo, un empresario textil y agropecuario que había llegado de Italia en 1890 ya siendo un reconocido emprendedor, atraído por la posibilidad de incrementar su fortuna. Era, por este comportamiento y otros, un hombre ambicioso y arriesgado, cualidades que lo impulsaron a ser parte de un círculo excelso de inmigrantes italianos, en el que conoció a su mujer, Luisa Molteni, al arquitecto Mario Palanti y a la masonería. De ahí que se hable de su muerte como un asesinato por envidia.

Barolo y Palanti eran ambos admiradores de Dante Alighieri, un dato que resultó ser la semilla de uno de los grandes misterios del Palacio: ¿El edificio es un homenaje a la Divina Comedia? No hay documentos que respalden esta idea, pero sí hay consenso entre historiadores que sostienen que los dos amigos estaban convencidos de que las guerras destruirían por completo a Europa, y que la construcción de un monumental edificio sería un homenaje a la belleza del Viejo Continente.

Barolo era un empresario de éxito y estaba acostumbrado a lograr lo que se proponía, pero su palacio le presentó un desafío particular. Su construcción comenzó en 1919 con la previsión de quedar terminado en 1921, cuando se cumplían – casualmente, dirán los descreídos del mito – los 600 años de la muerte de Dante. Pero se terminó dos años después, y Barolo nunca llegó a verlo terminado.

La noticia de su muerte en 1922 circuló rápido aunque pocos se fiaron de la versión oficial que sostenía que este hombre sano de 52 años había sido “víctima de un ataque cardíaco”, como afirmaban los diarios. Mientras, en la calle los comentarios eran más turbios. Se murmuraba que, desahuciado por la demora que sufrió su obra, Barolo se había suicidado y hasta que lo habían envenenado.

En “El rascacielos latino”, un film dedicado a los misterios del Palacio, se asoma otro motivo que abona la teoría del suicidio. Lo saca a la luz el director Sebastián Schindel, quien indaga sobre la desaparición, poco antes de que se encontrara el cuerpo del empresario, de una escultura que Palanti mandó a hacer personalmente a Trieste. Era un cóndor con las alas desplegadas sobre cuyo lomo posaba Dante; y que se esfumó poco antes de la muerte de Barolo. El retraso de la obra y la ausencia (tal vez robo) de la estatua eran un cúmulo de negligencias inaceptables para este “hombre de acción y de empresa, en quien se hallaban reunidas, en raro consorcio, las condiciones que hacen destacar a todos aquellos que han nacido para triunfar en la vida, tales como una férrea voluntad, un poderoso espíritu de iniciativa, una perseverancia poco común y un constante amor al trabajo”, como decía su obituario en La Prensa.

El Palacio Barolo fue inaugurado el 7 de julio de 1923 pero su dueño sólo llegó a ver su construcción hasta el purgatorio. En el infierno quedó vagando el arquitecto Palanti, que después de terminada la obra se volvió a Italia y le escribió a Mussolini para ponerse a sus servicios. El dictador nunca le respondió y él se retiró al campo, donde murió a los 94 años. El cielo del Palacio Barolo quedó -afortunadamente – reservado para sus inquilinos y la ciudad.

Si Palanti era el arquitecto preferido de la élite italiana, el milanés Virginio Colombo lo era para la burguesía inmigrante que quería contarle al mundo que había “hecho la América”. Incluso lo mismo puede decirse de Colombo al menos hasta los 43 años, cuando lo encontró la muerte “larga y penosa”, como se decía en 1928, o rápida como una bala, como se especuló después.

Colombo fue un arquitecto muy valioso para Buenos Aires. Es el autor de La Casa de los Pavos Reales y de la Casa Calise, entre las más de 50 obras que realizó en un breve lapso, todas con un sello art nouveau expresado en sus diferentes vertientes. Nació en Milán en 1885 y llegó a la Argentina en 1906, en donde sus ideas encontraron eco entre sus connacionales más adinerados. En las fachadas de sus casas incorporó cabezas de leones, querubines, cariátides femeninas, cabezas de mujer, pavos, halcones, dragones y nautilus, una figura que se repite en la mayoría de sus obras.

Sin embargo, su estilo cargado se fue agotando, y este arquitecto de ojos tristes y saltones supo virar su creatividad hacia diseños más modernos. Durante 7 años hizo una importante cantidad de casas en la zona norte de la ciudad y se sabe que en 1926 terminó una vivienda familiar en la calle Bacacay, en Flores. Lo que siguen son rumores contradictorios. Sobre que estaba a punto de tomar un proyecto muy importante y también que estaba enfermo.

Colombo murió el 28 de julio de 1928 y la comunidad lamentó su abrupta partida entre miradas de intriga. A tal punto fue dudosa su muerte, que hace unos años dos historiadoras, Ana Di Cesare y Margarita Paroli, encararon una investigación sobre el milanés. De ésta, relatan: “Nos quedamos heladas. Del libro de inhumaciones en el Cementerio de la Chacarita se desprende: Colombo Virginio, 43 años, casado, italiano, calle Moreno 2091, herida de bala en la cabeza región temporal”. Suicidio o asesinato, la duda sigue flotando entre las paredes de sus obras.

Fuente: Clarín

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