El problema no son las compras, son las ventas al Estado

El reciente episodio con los supuestos sobreprecios en las compras de alimentos por parte del Ministerio de Desarrollo Social puso nuevamente sobre la mesa el método con el cual el Estado compra los bienes y servicios que necesita.

Lo cierto es que, pese a que mucho se ha avanzado en materia de transparencia y automaticidad, gracias a la tecnología aplicada a estas contrataciones, el sistema sigue generando un círculo vicioso que termina facilitando la opacidad, la formación de «asociaciones» de empresas cotizantes, y serias dificultades para comparar ofertas con precios de mercado.

En primer lugar, el principal problema que tiene la Argentina es la alta inflación y la fuerte variación de precios relativos. Cualquier sistema de compra, por más ágil que sea, exige algún plazo entre la presentación de las ofertas y la determinación del ganador de una licitación. Durante ese plazo, los precios varían.

El segundo problema, derivado del mismo contexto inflacionario, y de la necesidad de hacer los controles mínimos de auditoría, más las dificultades presupuestarias del Estado, es que entre el momento de la entrega de un producto y su efectivo pago, transcurren, en muchos casos, más de 180 días y a veces más de un año.

En tercer lugar, las especificaciones de calidad, modo de entrega, logística involucrada, etc, obliga a las empresas a una infraestructura de almacenaje, coordinación, transporte, etc. que no siempre se tiene.

Finalmente, por poner un final a esta descripción que es mucho más amplia, las empresas, por las mismas razones de transparencia tecnológica que juegan a favor, incurren en un fuerte riesgo reputacional, dado que, como se vio en el caso arriba comentado, afortunadamente, cualquier persona tiene acceso al precio en que se licita un producto y puede compararlo con el precio al cual dicho producto se comercializa en el mercado. Obviamente, no es lo mismo el precio de un producto en el supermercado que se vende «al contado», con el precio de ese producto, obligado a ser entregado en ciertas condiciones y a ser cobrado, digamos, 180 días después, en una economía que «viaja» a una velocidad crucero del 50% anual de inflación.

Por lo expuesto, el verdadero problema es venderle al Estado.

Todo lo anterior genera una fenomenal barrera a la entrada para una verdadera competencia de oferentes. En general, venderle al Estado productos y servicios, (salvo honrosas excepciones derivadas del tipo de la especificidad del producto o servicio) implica estimar el precio al momento de cobro y no de venta. Incorporar en dicho precio, todas las necesidades de logística mencionadas y reunir todos los papeles, papelitos, subpapelitos, sellos y sellitos necesarios para legitimar la entrega, y el pago. Y encima, correr riesgos reputacionales de alto costo, para el caso de grandes empresas.

No es de extrañar, entonces, que quienes participan de este negocio, aún de buena fe, sean empresas «intermediarias» ya acostumbradas a este tipo de procedimientos, con la estructura adecuada y con los sobreprecios propios de todo lo arriba expuesto. Obviamente, que estos mecanismos dan lugar también a la «mala fe». Siendo un negocio tan riesgoso, es natural que se formen agrupaciones de oferentes, que se distribuyan los negocios y el riesgo. También es «normal» que, del otro lado, haya funcionarios dispuestos a aceptar ciertas ofertas, «descalificar» por razones formales a cualquier nuevo oferente, o a «apurar» la aprobación de trámites intermedios o acelerar o demorar el pago, según la «contribución» de la empresa. Es decir, hay buena fe en muchos casos, pero problemas objetivos claros. Y esos problemas objetivos claros, también dan lugar a la mala fe, la corrupción y el mal gasto.

No es tema de esta nota, pero ¡cuánta gente beneficiada por la gran opacidad, barreras y negocios que introduce en la economía un régimen de alta inflación!

Vuelvo. Dado lo descripto, ¿Qué se puede hacer?

Lo primero y más fácil, como se hace ya en algunos casos, es separar en cada oferta, los rubros que conforman el precio. Precio del producto por pago al contado, costos de logística y entrega, y recargo mensual por plazo de pago, con un plazo máximo de pago asegurado por el Estado. Segundo, simplificar y automatizar todos los pasos burocráticos previos a la inscripción del oferente y durante el proceso de compra, entrega y pago. Cada «papelito» a presentar, bien especificado y en registro electrónico y con plazo perentorio de aprobación. Toda esta cadena debería estar diseñada por algún organismo especializado junto con cada Ministerio, (podría ser la Auditoría General de la Nación, La gente de management de alguna universidad pública, o las consultoras privadas que diseñan el mismo proceso para el sector privado).

En tercer lugar, descentralizar y reducir las compras al mínimo posible. Hay muchas compras que no requieren hacerse en grandes cantidades y con tanto esfuerzo de entrega, hay otras que pueden pasar automáticamente «a la demanda», mediante tarjetas de compra con límites claros de montos y siempre con el escrutinio on line de registrar precios y validarlos.

Seguramente, los expertos tendrán muchas ideas adicionales que se podrían incorporar.

En síntesis, el problema no son las compras del Estado. La clave es lograr que más empresas le vendan al Estado, al mejor precio y con el menor riesgo financiero y reputacional.

Fuente: La Nación

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